Antares me trae recuerdos de una infancia de noches
claras que adornadas por los destellos intermitentes de un faro mediterráneo
incitaban a la contemplación. En lugar de chiquillos gritones y perros que
ladran, solo se escuchaba el cantar de los grillos y las risas de quienes, con
el convencimiento de no molestar a nadie, nos reuníamos hasta bien entrada la
madrugada.
Nuestra casa era entonces la más alejada del mar, pero
gozaba de una atractiva y moderada soledad que atraía las visitas de amigos y
familiares. Contar anécdotas, cotillear y hablar de nuestras raíces era algo
normal en una época en que las reuniones no se disolvían a golpe de teclado o
silbidos de wasaps.
Antares… como el nombre de uno de los cuatro caballos
blancos de la cuadriga de Judá Ben-Hur. Antares, Aldebarán… ¡Qué bien me suenan
estos nombres en la memoria! Una memoria que se siente anciana recordando lo
bonito de otros tiempos. ¿Realmente nada es como antes? Puede que sí, que todo
haya experimentado una descarada evolución; pero puede también que la avidez
con que experimentamos los nuevos cambios sea la causa por la que emprendamos
un continuo recorrido de ida y vuelta hacia las buenas costumbres del pasado,
costumbres que facen familias, costumbres que «facen Españas».
Me di cuenta hace unas semanas, cuando le pregunté a un grupo de chavalines:
«¿Para qué sirve un libro?». «Para aprender», dijeron unos. «Para pensar»,
dijeron otros. «Para entretenerte cuando te aburres con la consola», dijo una
niña.
Una ráfaga de luz, semejante a la brillante mirada de
aquellos caballos blancos y luminosa como los destellos de mi espléndida
estrella roja, me invadió. «La esperanza es lo último que se pierde», pensé.
Cerrando el Quijote que tenía entre mis manos, sonreí.
Sonia M.ª
Saavedra de Santiago
Estudiante de
Historia
Abogada rotal
CARTAGENA
(Murcia)
(XI
Antología)
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