FERACES TIERRAS, MI SEÑOR
De todos los regalos de Reyes que he recibido, del que
conservo más vívido recuerdo es de una pequeña enciclopedia que tenía por
título Los aztecas. Tendría yo por entonces unos ocho años y, al lado de mis zapatos,
junto a una muñeca y una caja de pinturas apareció aquel extraño libro. Yo
esperaba un cuento de hadas y pensé que sus majestades se habían equivocado;
pero, en opinión de mis padres, los Reyes habían querido sorprenderme.
Abrí una página al azar y leí que hubo un tiempo en el
que México, paciente y rigurosamente, contaba sus días y sus noches, como
tesoros de esmeralda y obsidiana, y, apenado por su destino de olvido, los
esculpía en la Piedra del Sol. Elegí otra página. Los sacerdotes aztecas,
cubiertos con la plumaria del quetzal, extraían los corazones de los
adolescentes que ascendían a la Pirámide del Sol y tejían con ellos una
guirnalda sangrienta para adornar la garganta del dios supremo de Tenochtitlán.
Tal era mi asombro que no podía despegar los ojos del libro. Leí que, en las
costas atlánticas, desembarcaron centauros de barba roja, conquistadores que
ansiaban las míticas riquezas de México. «Feraces tierras, mi señor», escribió
Hernán Cortés a su rey. Y grave fue la garra española. Grave la lepra del oro,
la sumisa rodilla del cacique y la mordaza eclesiástica que silenció a los
sangrientos dioses nacidos en la selva. Pero en medio del saqueo brilló la luz
de fray Bernardino de Sahagún, que preservó la lengua con la que los nahuas
lloraron la caída de Tenochtitlán. Aprendí, con el correr de los días, que la
verdad no es fruto de una sola mirada y que las crónicas encontraron nuevas
palabras, mestizas palabras españolas y aztecas que a la par que iluminaron el
corazón de los hombres fraguaron el hermanamiento en las Españas.
M.ª José Toquero del Olmo
(XI Antología)
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