BAGAJES
Con más desgana que curiosidad, hojeo la revista que
acabo de extraer del bolsillo del respaldo del asiento que tengo delante. Ojeo
sus mapas y sus fotografías. Me demoro en algún texto; ahora, en el facsímil de
la tricentenaria carta que un indiano envió a sus orígenes; una carta que, por
mor de naufragio o extravío, no llegó a su destino. La leo como propia, como si
de algún modo me incumbiese actualizar aquella emoción manuscrita. «Abróchense
los cinturones», ordenan por megafonía. (Despegamos). Entrecierro los ojos.
Como por una rendija, me veo ir y venir; cruzar el charco, ora de ida, ora de
vuelta; circunnavegar el mundo por arriba, por todo lo alto, etéreamente, a la
velocidad, sobre la velocidad del sonido. Me veo viajar de una orilla a otra,
de un tiempo a otro, sin necesidad de facturar graves impedimentas, sin ni
siquiera equipaje de cabina. Me veo fluir así, ligero, «casi desnudo, como los
hijos de la mar» o del aire. Sin embargo, presiento que voy cargado con todo,
que todo viene conmigo. Me veo a bordo de cada palabra que me lleva y me trae,
que traigo y llevo en mi valija, en mi macuto, en mi coracha, en mi petate. Y
siento que todos mis efectos y mis afectos están aquí, son aquí, caben aquí, en
la rebosante levedad de este idioma al que, «de tanto rodar por el río, de
tanto transmigrar, de tanto ser raíz», se le han ido adhiriendo voces y ecos,
sustancias y perfumes, abalorios y frutos, paisajes y latidos, zozobras y
horizontes. De nuevo, la megafonía: «Hemos llegado a nuestro destino».
Entreabro los ojos. Me veo ir y venir en cada renglón de la carta que he leído;
la carta de alguien que se fue o se vino a hacer las Américas, a «facer Españas»;
la carta entresacada de uno de los cuarenta y tres mil legajos que conserva un
archivo que vive junto a un río navegable.
Ricardo Bermejo
SAN FERNANDO (Cádiz)
(XI Antología)
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