VETONIA
Mimetizándose con el paisaje,
dejándose querer por aquella naturaleza que lo abrazaba y lo extenuaba, lo
dejamos a su suerte, a su muerte, durante todos aquellos siglos de agonía.
Algún estudio esporádico a
principios del pasado siglo y la declaración de Bien de Interés Cultural nos
dieron las primeras pistas. El castro existía. Nuestro pasado tenía nombre y
estaba allí, entre aquellas murallas de piedra semiderruidas.
Cuando llegó la Transición, los
años de las autonomías, todos ansiábamos sentirnos especiales dentro del
aglomerado de culturas de aquella nueva, única, grande y libre que nacía. El
folclore resucitó casi de repente, y recuperar nuestra historia, nuestros
orígenes pasó también a formar parte de aquella fiebre pseudonacionalista.
Estaban tan cerca en el espacio
como lejos en el tiempo. Apenas a unos kilómetros de nuestro pueblo, los
vetones, silenciados por Roma, ignorados por Hispania, comenzaban a
reivindicarse como eslabón del genoma de nuestras vidas.
La asociación programó marchas,
organizó conferencias, difundió noticias, y las piedras salieron de su largo
letargo, volvieron a tener vida. Como aquel verraco inerte y tullido, deforme y
acomplejado que apareció semioculto en una de las paredes de la finca. Necesitó
una ortopedia de cemento para levantarse y presidir orgulloso el pedestal que
le pusieran en el centro del pueblo, frente a la casa de los propietarios de
aquel terreno que lo acogió y que después, por un simbólico euro, cederían a la
villa. Años después, halladas e injertadas sus extremidades, volvería a sus
orígenes, a desplegar su mística magia, su imponente porte, en la entrada de
Las Merchanas, en una de las puertas del viejo castro, ahora con parte de sus
murallas rejuvenecidas.
Francisco E. Caro
LUMBRALES (Salamanca)
(XII Antología)
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