CHEFCHAUEN
Casi se puede respirar Andalucía paseando por las empinadas callejuelas de
Chefchauen. Los arcos apuntados sobre las pequeñas portezuelas, los pasadizos
estrechos, las innumerables costanillas y sus íntimas escaleras con las
contrahuellas de albayalde te arrastran hacia densos trazos de una obra
impresionista pincelada con mil tonalidades de color añil.
Los geranios observan altaneros desde descascarillados maceteros. El
tomillo y el romero huelen a la casa de los abuelos, y el aroma a café de
puchero se filtra con lascivia bajo portones de madera resquebrajados por
tantas tardes de calor, de sol y de fuego. De muchos soportales cuelgan chapas
de metal, perforados con la forma de herrumbrosas estrellas de David. Y mil
ventanucos guardan mil secretos disfrazados, y tras sus desvencijadas verjas,
emparedadas con persianas de tablillas desconchadas por crudos inviernos,
alguien observa con labios agrietados y ojos lastimeros.
Una miríada de gatos, dignos herederos de Bastet, se camuflan con el suelo
ceniciento, y aguardan pacientes, con los ojos entreabiertos, cual efigies
congeladas sobre incontables sardineles. De esa forma, Chefchauen casi parece
derramarse lentamente colina abajo, cual blanca nebulosa de adobe y cal que,
desbaratada por el tiempo, casi se estira, casi perezosa, colgando en
deliciosas formas sobre las estribaciones nororientales del Rif de Marruecos.
En Chefchauen, junto a gatos, macetas, geranios y vencejos viven, ríen y
lloran muchos descendientes de aquellos musulmanes y judíos exiliados que una
vez moraron en el antiguo reino de al-Ándalus, y que un día ya muy lejano,
dejaron de soñar con el retorno a la tierra de sus ancestros.
Salvador C. R.
(XII Antología)
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