LOS ALEMANES
De pequeños idealizaban las vacaciones estivales en los pueblos de sus
padres. España era, en sus mentes, un lugar cálido de recreo. Calidez repartida
en múltiples vertientes: no solo por las bondades climatológicas sino también
debido a la afectuosidad humana, los achuchones familiares, la ruptura de la
disciplina castrense germana, la libertad de horarios y la oportunidad de
zascandilear el día entero en la calle.
A pesar de eso, tenían que llevar a cuestas aquel incómodo apodo con que
los acuñaban sus primos u otros chicos del pueblo y se les abrían las carnes
porque ellos se sentían, y se sienten, muy españoles. Les llamaban los Alemanes,
para diferenciarlos y acaso para fastidiar. Intuían que algo más oscuro
lagartijeaba tras ese sobrenombre incómodo de sobrellevar.
En Alemania, la mayoría de aquellos chicos hablaban y sentían en español.
Lo practicaban en casa con sus padres y, a veces obligados, con sus hermanos,
dado que fuera conversaban entre ellos en alemán. Lo ejercitaban en las
escuelas españolas por las tardes, redoblando así sus faenas educativas
matutinas. Además, vivían un ambiente español los fines de semana asistiendo a
las actividades y eventos de los centros españoles, las asociaciones juveniles
y las de los padres de familia, en los que «facer España» era tarea común.
Así que cuando viajaban los veranos a España se comunicaban con soltura en
castellano. No eran unos bichos raros, aunque puede que algo exóticos dadas sus
reservadas y diligentes maneras. Los chavales del pueblo, al principio, se
sentían algo intimidados por estos jovenzuelos mitad alemanes mitad españoles,
de ideas claras, lógica incontestable y que saludaban a las chicas dándoles la
mano. Y para fastidiarlos, les dibujaban una esvástica en la playa. Cosas de
críos.
Óscar Gómez Calvo
Cuentista, filólogo, viajero por vocación e
informático por sumisión
VALLADOLID
(XII Antología)
No hay comentarios:
Publicar un comentario