BITÁCORA
Desde
la isla de los Faisanes a Portbou, los Pirineos han sido taladrados por el pico
del carpintero. Ínsula ya, Iberia desciende al centro del Atlántico arrastrada
más allá de las Azores, más allá de Tristán de Acuña, arrebatada por los hielos
fueguinos, ascendiendo hacia las Encantadas, dirigiéndose hacia la gigantesca
ballena azul que llamamos Pacífico.
En
cada avistamiento, en cada desembarco, en cada aguada, pájaros se oyen pasar
toda la noche, semillas y viandas y flores subimos por las amuras y, sobre
todo, seres humanos, idénticos y distintos a nosotros, exploradores y
náufragos, nuestros hermanos en suma.
Circunnavegar
nuestra casa, abrazarla como quien se agarra al vientre de su madre para sentir
su calor, el pecho que nos amamanta, las palabras que nos consuelan, el amor,
ese es el mapa que estamos levantando cuando, tras abandonar las Molucas,
rodear el cabo de Buena Esperanza, agonizar, llegamos a Sanlúcar.
Hemos
descubierto que hay un solo mundo, una sola casa, una sola familia tras navegar
en cien mares y atracar en cien riberas. Y, sí, majestad, en todas partes «hay
buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan, y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra». Eso, no otra misión, es «facer Españas». Andar en la
mar.
Y este
hogar al que volvemos, antes nao, antes Victoria, es ahora patera, es ahora
Concordia. Y estas flores ultramarinas que traemos de allende los océanos,
rendimos a la memoria de tantas mujeres y hombres que murieron sin nombre y sin
tierra. En esta isla a la deriva.
Javier Izcue Argandoña
(XIII Antología)
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