«… De
entre los rostros le impactaron los profundos ojos marrones de una mora que
parecía mirarle, como increpando. Eran los mismos ojos de su madre. Se miró las
manos y no pudo distinguir cuál era su sangre y cuál la de sus enemigos. “Tal
vez no haya diferencia —pensó—, todos somos lo mismo”» (pág. 260, David de la
Llosa Silva, «Mestizaje»).
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