CESADO EL RAYO, ÍCARO INMORTAL
Llegaron
como la primera luz de la mañana, dispuestos a «facer Españas» portando el tallo de una cañaheja, en el que combustionaban los
ecos de los clásicos y los cantos modernos, quemando las aguas e iluminando su
viaje. En sus ojos habitaba el espíritu prometeico de quien ha derrotado a los
dioses, descubriendo el Olimpo más allá de los límites de la tierra y la
psique.
Crearon
su academia y levantaron con sus plumas un parnaso mudo y particular,
alimentado por las lenguas de fuego que ardían en sus bocas y sobre sus
cabezas, bajo la promesa de la vida eterna. Se fueron y quedó la intimidad
fugaz de un destello que viajaba eternamente a través del vacío en busca de ese
encuentro fortuito, del rayo de sol que calienta e ilumina lo etéreo e
intangible de la carne, y que nos hace humanos. Se fueron sin despedirse, como
quien entra sin llamar. Y sobre sus huellas quedaron páginas escritas con
cenizas candentes, cuya lectura invocó la tormenta que precede a la calma.
Creyeron
dejar la luz como recuerdo de su ilustrado fuego sobre aquellos cielos que
consideraban vacuos y de los que llovían todos los saberes codiciados por los
hombres a raíz de su partida. Y allí donde cayó el último fragmento de la
cólera de Tláloc elevaron el templo de los libros cenizos y las gotas
epistémicas de la historia. Pues en su memoria quedaría para siempre la
impronta de ese rayo que no cesa, que en su último destello murió para unirse a
su perfil y que les regaló la sombra de su identidad, como la impertérrita
herencia de un Ícaro enamorado.
Natalia Polo Chocano
Albacete, veinte años
Estudiante de Historia del
Arte en la Universitat de València
Antologizada en el Premio
Orola 2019
(XV Antología)
No hay comentarios:
Publicar un comentario