«… El auditorio enmudeció con sus palabras, como
era previsible, algunos alumnos indignados se fueron del aula, todos le querían
escuchar, pero no todos estaban preparados para lo que decía. El maestro
celebró que ya solo quedáramos los que queríamos aprender libres de doctrinas
del pasado y nos aseguró que ya teníamos la autoridad suficiente para llamarle
por su nombre, Francisco de Vitoria» (pág. 50, Gema Valdericeda Falcó, «El
maestro»).
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