«…
Durante la tarde, toma asiento ante su escritorio de espaldas hacia la ventana
y la tibia luz, la luz de un astro cansado que ahora avanza de a poco,
imperceptible, hacia el montañoso poniente. A veces, él lleva consigo algún
papiro y, tras desenrollarlo, penetra su contenido con el ariete irrompible de
su entendimiento, esa inteligencia que está acostumbrada ya a conquistar con
facilidad cualquier intrincada retícula de datos, proposiciones, razonamientos,
reflexiones…» (pág. 160, Javier Francisco Moreira Alarcón, «Testimonios de una
tórtola»).
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