JUAN
Miraba a su alrededor con su corazón latiéndole contra el
pecho en jubiloso alboroto. Buscaban sus ojos a un hombre maduro que debía
llevar un pañuelo rojo al cuello (como al marchar al exilio: nunca dejaría de
llevarlo). Sus manos ingenuas apretaban el bolso barato que compró cosiendo por
las noches, y agitadamente miró otra vez la imagen de un sueño acariciado por
dieciocho años, tan valientes y candorosos como duros en aprendizajes y
trabajos. Y entonces vio entre la muchedumbre a un hombre que avanzaba muy
serio hasta donde estaba; las dos puntas del pañuelo iban en direcciones
opuestas, como un corazón dividido entre dos tierras. Su semblante parecería
hecho de roca a no ser por el atavío de su cuello, se diría que amarraba los
principios a su garganta.
Sorteando el gentío, avivó el paso hacia ella, que le
esperaba recién desembarcada de meses de travesía precaria y agónica
impaciencia, con su corazón a reventar de decires y recuerdos desde España, de
ruegos, soledades y cartas con olor a penitencia, de amor de sobra cultivado en
los surcos ralos de la ausencia. Ya estaba ante ella, magnífico e imponente, y
Celia, atrapada en su sueño, vivió en un segundo todas las vidas que sueñan y
el amor de cada encuentro. Juan extendió
las manos, con sus ojos tristes mirando dentro de los de ella, llenos de
estrellas. «Hija mía», pronunció con voz que venía de muy lejos.
Se mezclaron antiguas lágrimas con ternuras nuevas
mientras en aquel andén de la estación de Santiago la gente, apresurada,
desaparecía dejando alrededor de ellos, resumidos en abrazo, solo silencio.
Seudónimo: Textum
(IX Antología)
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