IDIOMA
Me quito la capa verde de los días de lluvia, y la agito
en el aire, solo un momento, para que los niños puedan sentir el clima de mi
tierra. La tiendo en el suelo, y me dejo reposar sobre ella, para palpar el
frescor del pasto. Y cuento: «Allí -señalo a mis espaldas-, en el septentrión
de grises y nieblas nació nuestro idioma que, luego, se fue extendiendo más y
más hasta alcanzar el sol del sur reflejado en las arenas del desierto
saharaui, la frondosidad de las selvas guineanas, la manigua cubana, el
caudaloso Amazonas, las nieves de la cordillera andina, las nacientes
Filipinas». Y prosigo: «“Almunia” es sinónimo de “era, hacienda, heredad,
predio y huerta”. “Besana” es palabra análoga a “arada, cultivo o arijo” y
también significa “gavia, riego y surco”. “Surco” es equivalente a “cauce”,
fastuoso vocablo que tiene la fuerza de las torrenteras que se desbordan en la
tormenta. “Alfaguara, venero, hontanar, fuente y manantial” es el lugar donde
brota, mana o surge el agua que nos calma la sed y riega el “ejido, campiña o
pradera”».
Y así, a bordo de las palabras, los llevo a recorrer la
vastedad de la pampa. La inmensidad de aquellos espacios nos sobrecoge.
Navegamos ese mar sin límites donde una incansable ola vegetal se mueve como si
de una masa de agua se tratara. Las infinitas extensiones de verde hierba
salpicadas de los rojos, amarillos, añiles, violetas y blancos de las flores
nos causan una extraña impresión: entre una alegría inmensa y una inexplicable
melancolía. Y llegamos al final del viaje común: quinientos millones de
personas entendiéndonos en el idioma que un día naciera, latín mediante, entre
las nieblas y los grises del septentrión ibérico.
Manolo Villarroel
CIMADEVILLA (Gijón)
(X Antología)
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