INYECCIÓN LETAL
La cámara de ejecución está preparada. España acostada
sobre una camilla con ruedas. Se le concede un último deseo. Ella solicita que
el verdugo, la Autonomía, la bese por última vez. El ejecutor accede, con no
poca arrogancia, arrimando sus labios descentralizados a los de la rea. Durante
el parco tiempo en que se prolonga el mágico ósculo, rea y verdugo vislumbran
lo que hubiera podido ser un futuro compartido: sus numerosos descendientes,
a los que imaginan aprovechando el vasto
mosaico multicultural hispano, el plácido devenir de una familia bien avenida,
las comidas dominicales en casa de los suegros de la Unión Europea, o las cenas
ejerciendo de anfitriones navideños con los tíos lejanos de América, y un largo
etcétera de sinergias. Pero ya es demasiado tarde. La Castilla de Machado la
agarra por las muñecas y el Esperpento de Valle-Inclán sujeta sus tobillos
mediante bandas de correa. Solo la cabeza de España queda suelta. La Comunidad
Autónoma mira el reloj. Parece que no llega el indulto para la piel de toro.
Dos ríos intravenosos son insertados, uno en cada brazo de la nación. Después,
unos cortinajes se abren para permitir a hispanoamericanos y españoles
presenciar el envenenamiento. A través de Duero y Ebro comienza a fluir un
líquido de compleja composición, agravios imaginarios, victimismo, mitología
para dummies, una pizca de
exaltación de la raza, y un buen puñado de desprestigio del individuo. Iberia
apenas puede ya girar la testa para contemplar por última vez el rostro de sus
ciudadanos. El cloruro de sodio ya ha cauterizado el corazón de Hispania. Solo
resta amortajarla. Con la camisa blanca de mi esperanza.
Economista
ALICANTE
(X Antología)
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