AMASANDO CANSANCIOS
La vieja hornera me
llama como si tuviera algo que contarme. Solo veo cachivaches bajo un manto de
polvo, telarañas y olvido. Y entonces lo siento.
Allí se libran en
silencio batallas de sonidos, olores y fatigas imposibles de percibir si no
escuchas con el alma. Cada trozo de silencio me reclama.
Y allí está ella:
mi madre, sobre una enorme artesa, envuelta por un sutil polvo blanco que
envejece aún más su eterno pelo gris. Amasa, silenciosa, una mezcla de harina,
amor y cansancio. Oigo el susurro de esa masa blanda y cariñosa, tan dolorida
como las manos que la estrujan mientras el chasquido de una chispa huele a leña
ardiendo. Ahora el quejido de las vigas, escondidas por el humo y encorvadas
por el peso, trae olor a salitre y a aquel cerdo gruñón que, muriendo cada año
en una macabra matanza, seguía estando allí. Yo creía que era siempre el mismo
cerdo.
En la esquina, un
montón de patatas huelen a tierra, a sudor de mi padre y traen los alegres
gritos de mis hermanos metiéndolas en cestos.
Dos lecheras
oxidadas me llevan a la cuadra; mi madre ordeña con la cabeza sobre la panza de
Mimosa y llega el olor calentón a leche recién nacida.
Sobre la pared,
unos sacos de trigo esconden olor a polvo, dolor del trillo que les pasó por
encima y ecos de un día de trilla convertido en romería: hombres sudorosos,
niños sobre trillos, mujeres con gavillas y la comida junto al río, a la sombra
de las salgueras, dando tregua a sus cuerpos.
Ahí veo el candil
que ilumina a mi padre en la mina, esa tumba negra donde entierra su vida y
cubre de carbón sus sueños… y huele a oscuridad y tristeza.
Así, hipnotizada
por sonidos que ya no suenan, olores que ya no huelen, por calor de fuego y de
madre que ya no arden, y rodeada de tanto cansancio viejo, veo la dureza de
unas vidas que no vi siendo niña, cuando todo estaba vivo.
Laly del Blanco Tejerina
LEÓN
(XI Antología)
No hay comentarios:
Publicar un comentario