MOLLETES CALIENTES
Me atreveré a hacer un vuelo rasante por la vida de un
niño pobre, allá por los años sesenta del pasado siglo. Había otros niños del
pueblo que con confortables abrigos, zapatos impecables y sonrosadas caritas
sonreían al fresco invierno. Niños ricos, de familias ricas, con ricos atuendos
y ricas viandas. Los otros chiquillos teníamos agujeros en los despellejados
zapatos, remiendos en los gastados pantalones, sabañones como tomates en dedos
y orejas, rostros cuarteados por el frío del invierno y renegridos por el sol.
Algunos de nosotros salíamos al alba, antes de ir a la
escuela, a vender molletes. Nuestras adormecidas voces tiritaban a la par que
pregonaban: «¡Molletes calientes y van bajeando!». La canasta, cubierta de tela de saco,
que portábamos a la espalda, ofrecía esos ricos molletes para el desayuno.
Éramos chiquillos que, expulsados de los pobres catres ajustados en viejas
casas de vecinos, nos enfrentábamos al nuevo día con hambre atrasada, ahítos de
miseria, de necesidad.
Aquellos chiquillos ganábamos cuatro perras gordas por
una jornada de trabajo. Perras gordas que aumentaban los exiguos caudales
familiares y permitían sobrevivir en un mundo de miseria. ¿Explotación
infantil? Carecíamos de luces para percibirlo y estábamos sobrados de hambre.
Había una acuciante necesidad de un correoso mendrugo para saciar unos estógamos
acartonados de tanto chupetear jugos gástricos en obligado desempleo.
«¡Molletes calientes!». La voz del chiquillo,
acuchillando las primeras luces del día, se perdía en la fría lejanía de una
calle cualquiera del pueblo que lenta bostezaba saludando a un perezoso sol
incapaz de retirar grises sábanas de niebla que arropaban el horizonte. «¡… y
van bajeando!». Sin
saberlo jugábamos a «facer Españas».
José Cantillo Carmona
Catedrático de Filosofía
VALENCIA
(XI Antología)
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