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LOS
CAMINOS
Los
poemas son lo único que pasa las fronteras sin necesidad de visados. Por el
tiempo aquel que Antonio Machado negaba los caminos y afirmaba que lo único
cierto son las estelas en el mar, mi bisabuelo se embarcó en un puerto gallego
con destino al Río de la Plata. La pobreza del suelo, la arbitrariedad del
clima, la tozuda injusticia de los tiranos, lo empujaron a dejar su tierra.
Al
principio las cartas llevaron puntualmente la nostalgia y los afectos de un
lado al otro del océano. Con el tiempo se espaciaron: mi bisabuelo se había ido
embarcando en distintas empresas y dedicaba sus afectos a mi bisabuela, que era
la prueba de que la limpieza de sangre era un cuento del pasado y que la mezcla
de cuatro continentes no es incompatible ni con la belleza ni con la alegría ni
con la bondad. Ellos solo necesitaron que sus caminos coincidiesen en la
encrucijada común de la lengua.
Ahora
a mí me ha tocado desandar el camino, si es que existe. De cualquier modo, los
aviones no dejan estelas, solo un humo denso que ensombrece la vida.
Ciertamente,
hay cosas que no cambian: allá el suelo se ha vuelto pobre por culpa del fuego
y la avaricia, el clima es cada vez más arbitrario y la tozuda injusticia de
los tiranos permanece por encima de las generaciones.
En
el pueblo, pregunté por la ermita de la foto sepia que conservó el bisabuelo. «El
camino estaba cegado por las zarzas», me dijeron unos viejos que estaban al sol
como lagartos. «Es todo una ruina», añadieron ya sin aquel ceño de desconfianza
que les produjo mi aspecto.
La
lengua es el camino de encuentro que aún nos queda, a pesar de que los matices
de mi acento hablen de geografía. Subí campo a través hacia la ermita. Porque
se hace camino al andar. ¿No?
José
A. Gago
Zamorano
de nacimiento
Filólogo
por la Universidad de Salamanca
Funcionario
de la AGE
(XIV Antología)
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