LA IMPRENTA Y EL NUEVO MUNDO
Yo
recuerdo mi infancia entre libros y ese olor a tinta que inundaba la calle
donde estaba la imprenta de mi padre. Me gustaba unir esas hormigas negras
sobre papel y desgranar historias lejanas en tiempo y en espacio, pero que yo
sentía cerca de mi corazón.
Crecí
y como era costumbre unir familias del gremio, me casaron con el hijo de un
rico impresor sevillano al que el obispo de México y el virrey Mendoza
ofrecieron fundar la primera imprenta en Nueva España. Él, valiente y
emprendedor, aceptó el reto y obtuvo el monopolio de publicación y exportación
de libros en América.
Yo
trabajaba en la imprenta, pero mi nombre nunca apareció en los best
sellers de la época, porque entonces las mujeres no firmábamos nuestros
trabajos. Con seis hijos a medio criar, enviudé y aunque tuve propuestas de
otros impresores para unir nuestras vidas íntimas y comerciales, no las acepté
y opté por tomar las riendas de la imprenta hasta que mis hijos sintieran
correr la tinta por sus venas y reconocieran como legado familiar el olor
vegetal de las páginas de papel, la conversación silenciosa con la que un buen
libro sorprende al cerebro y la necesidad de un impresor de raza, de expandir
el saber de la época hasta lugares tan lejanos como las universidades de
Indias. Imprimimos catecismos de jesuitas, dominicos, agustinos; tratados de
filosofía, astronomía; gramáticas de Nebrija y obras del Siglo de Oro español.
Algunos ejemplares duermen hoy en bibliotecas americanas, guardando para sí
cientos de historias anónimas y mestizas que contribuyeron a «facer Españas».
Yo
viví ese crisol de culturas donde el Imperio español brilló con la luz del
conocimiento, donde las universidades de Indias fueron testigos de los lazos
que nos unirían para siempre.
Licenciada en Derecho
Antologizada en el Premio Orola desde 2017
(XV Antología)
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