LAS BATAS DE LOS DOCENTES UNIVERSITARIOS
1968. Mi madre vio la sangre
rechupada por la piedra, deglutida en la panza de la plaza de las Tres Culturas
de Tlatelolco. Los jóvenes que iban con los brazos entrelazados en la
manifestación, los que días atrás iban a la biblioteca de la universidad o a la
feria con alegría, pedían algo más que la verdadera autonomía iniciada por los
estudiantes de París. Eran las penas que necesitaban ser cicatrizadas. Tanto
los mestizos como los criollos reconocían el amor por la duda, por una
educación que rompiera las barreras impuestas desde tiempos de la colonia. El
eco de los ancestros estaba en los libros que los estudiantes aferraban al
pecho como si fueran escudos. Pero la sinrazón espantó una vez más al amor y
por eso considero necesario recordarlo.
Mi madre había visitado a su
prima embarazada. Ella aún recuerda el aroma de la pólvora que entró en el
cuarto donde su prima planchaba las batas de los docentes, cómo la pestilencia
se enredó en los canastos impregnando la ropa y los pantalones que se
deshilachaban, mientras fuera el ambiente se estremecía al oír cómo el fragor
expandía la sangre en la piedra filosofal de la banqueta, y observaban correr a
los que sobrevivían, los que se iban hormigueando entre los rosales, algunos con
niños en los brazos, los universitarios con nuevos libros aferrados a sus
pechos como escudos, con los ojos perdidos de terror.
«Ese 2 de octubre no se
olvida, hijo». Al encontrarse, recordaron las batas que jamás llegaron a las
manos de sus dueños y la montaña de zapatos de los que perdieron ese día la
vida. Cuando la prima de mi madre nos visitó, recuerdo que se disfrazó de
ternura cosiendo mil mariposas en su vestido y se presentó así en la comida
familiar.
(XV Antología)
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