BAJO UNA MISMA MIRADA
El pobre santo andaba más deslucido que de costumbre,
salpicado de pintura roja y con la wiphala anudada al cuello. Y es que las
manifestaciones estudiantiles se habían cebado con la estatua de bronce de san
Francisco Javier.
Los jóvenes, enardecidos y llegados de diversos puntos de
la ciudad, reclamaban más y mejores becas y un acceso igualitario a la
facultad, amén de una gran reforma educativa, sin concretar mucho lo que eso
último significaba.
Con suerte, el embajador no accedería a la universidad
por el sur, sino por la entrada principal, acompañado por el rector y demás
autoridades de la pontificia. Recorrería los pasillos marmolados del claustro
y, una vez en el aula magna, leería solemnemente los puntos de un discurso
preparado por mí ante un público formado por académicos, estudiantes
adormilados y algún que otro oyente externo que por alguna razón había
terminado en aquel simposio.
Yo acababa de incorporarme como secretario a nuestra
misión en Bogotá, y entre mis no pocas tareas figuraba la de acompañar al
embajador a casi cualquier parte. Preparaba sus intervenciones, gestionaba sus
desplazamientos y enlazaba con nuestros homólogos locales, asegurando, en suma,
que todo andaba sobre ruedas.
Aunque eso me había permitido establecer una red de
contactos y amistades, las tareas esencialmente mundanas que me habían sido
asignadas diferían mucho de lo que había imaginado que sería la vida de un
diplomático en su primer destino.
Y así, sentado en un banco de granito a los pies del
jesuita, aguardaba pacientemente la llegada de la comitiva que en breve
reuniría, en tan reducido espacio, aquellos mundos tan distantes. El de los
estudiantes, el oficial y el mío, que ahora se encontraban bajo la mirada
impasible y centenaria del agraviado misionero.
Madrid
(XV Antología)
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