EN LA CALLE
La calle Martín Azpilcueta es peatonal. Tiene una floristería, dos
panaderías, tres bares, una papelería, dos tiendas para comprar el periódico y
echar la bonoloto, un estanco, una peletería, cuatro fruterías, un súper y la
maravillosa droguería Echenoz. Los sábados me tomo allí el desayuno que me
prepara Khrystina, mi dulce repostera ucraniana, mientras leo los versos en los
que Wisława Szymborska no reprocha a la primavera que retorne de nuevo.
Mientras apuro el café y rechazo el periódico, me pregunto si la paz
es posible. Me pregunto si hay alguna guerra justa. Y si son inevitables, yo me
pregunto, si hay manera de que en medio del horror un candil ilumine nuestros
rostros e impida que nos matemos eternamente.
Paso frente a la venerable casa Turumbay, donde trabaja Chen, que
sueña con el amor de una colombianita que se ha mudado a Zaragoza. Y compro
flores y aceitunas e imagino que sea verdad que todos los seres humanos,
anhelando idénticos sueños, tengamos los mismos derechos en una memoria
compartida que arde universalmente.
De niño yo pensaba que Martín Azpilcueta era una calle. Ahora sé que
una calle es el laberinto donde se cruzan las vidas de las gentes. El espíritu
de esta, Martín de Azpilcueta y Jaureguizar, defendió, como hizo la Escuela de
Salamanca, que el interés del dinero, que el imperio del beneficio no han de
estar por encima del bien común del pueblo.
Compro fruta y miro las monedas del cambio. Me pregunto cuánto habrá
ganado el campesino por estas sanguinas y si hay modo de que el legítimo
interés de todas las partes sea justo. Porque si no, esos infiernos redondos de
metal acuñado acabarán cerrando nuestros ojos el postrero día y solo nos
servirán para pagar al barquero el último viaje a la otra ribera, quizá sin
retorno.
Javier Izcue Argandoña
(XVI Antología)
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