¿POR QUÉ A
MÍ?
—¿Yo?
El
joven monje quedó tan sorprendido ante un encargo de tal naturaleza que no
atinó a ocultar la sorpresa cuando el prior se lo asignó.
—¿Por
qué yo, padre?
El
prior le matizó que su caligrafía era la mejor de aquel monasterio benedictino
enclavado en un territorio norteño, libre ya de musulmanes en aquellas
proximidades del año 1000.
—Pero
la encomienda escapa a mis pretensiones por la magnitud del autor.
La
pareja conversaba todavía en latín, pero en el habla ya se percibían giros y
expresiones que la dotaban de una personalidad lingüística embrionaria.
—Estás
aquí no solo por la claridad de tu letra, sino por tu rapidez en ejecutarla; no
olvides eso, amanuense.
El
autor de aquella obra a traducir había fallecido hacía más de trescientos años,
pero su fama y su influencia perduraban en el tiempo. Aquel monasterio en el
que ejercían su vocación más de un centenar de monjes se había especializado en
copiar su legado para nutrir bibliotecas de reyes y nobles de la época actual y
de las anteriores.
El
prior le acercó un ejemplar del libro a copiar y le exigió que lo mejorara en
pulcritud ológrafa.
—Lo
mismo les exigiré a los encuadernadores. Quiero que nos convirtamos en un
referente transcriptor de la cristiandad.
El
nombre de Isidoro de Sevilla resplandecía con letra dorada en los anaqueles de
la biblioteca de lo que con los años acabaría siendo Silos.
—No
ha habido hombre más erudito que Isidoro, si viviera hoy no sería obispo porque
como poco sería rey. Y no solo de un territorio, sino de todos aquellos que los
cristianos arrancan a los sarracenos, un rey de reyes, el rey de la antigua
Hispania —abrochó el prior.
El
joven escriba acariciaba con mimo aquel ejemplar a copiar de Sententiae.
No podía sentirse más realizado y agradeció a Dios y a san Benito la gracia.
Juanma V. C.
(XVII Antología)
(XVII Antología)
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