«… Dilucidaron sus ojos /
la esencia de los vocablos, / trasplantando al castellano / los laureles del
latín, / con pigmentos oleosos / sobre vitelas exiguas: / pergaminos vivos /
impregnados de luz. // Lo llamaban Antonio…» (pág. 34, María D. G., «Raíces, verbo
y cultivo»).
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