FERNANDO III: EL FUNDAMENTO DE LA LUZ
Los
reyes se suceden como el pulso de la historia: algunos son sombra que se
desvanece, otros quedan anclados en la carne de los siglos. Fernando, en
cambio, no es solo un nombre en la piedra, sino la argamasa misma que sostuvo
un reino que aún no entendía su unidad.
Nació
en la incertidumbre de los tronos divididos, donde Castilla y León se miraban
como hermanos distantes, atados por la sangre pero separados por el orgullo. Su
madre, Berenguela, le enseñó que el poder es más que conquista: es permanencia.
Y él aprendió pronto que unificar no es imponer, sino entretejer. Su reino no
se alzó sobre ruinas, sino sobre la alquimia de lo diverso.
Era un
hombre de hierro y de fe, pero no de la fe cruel que empuña la espada sin mirar
atrás, sino de la que comprende que la eternidad no se gana solo en el campo de
batalla, sino en la pluma, en la ley, en la lengua. En su corte, las palabras
se fundieron como metales preciosos: el latín de los clérigos, el romance de
los suyos, el árabe y el hebreo de los que habían hecho de la península un
crisol de sabiduría. Fernando no solo conquistó ciudades, sino que las moldeó,
permitiendo que la savia de siglos fluyera en nuevas formas.
Sevilla
fue su último gran aliento, la ciudad que se rindió ante su paciencia más que
su propio ejército. No quemó su historia, la habitó. Entró a la mezquita con
respeto, no con furia y cuando el alminar de la Giralda vio alzarse la cruz, no
fue el fin de una era, sino el comienzo de otra. No murió como un monarca
envuelto en oro, sino como un hombre que comprendía su propia fragilidad. Su
legado no fue una corona, sino una visión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario