ENTRADA EN SEVILLA
El peso del sol aún dormía en la piedra. A lo
lejos, donde las murallas se fundían con el cielo, los últimos jirones de humo
dibujaban en el aire una caligrafía de derrota. Habíamos entrado sin
resistencia, con la paciencia de quien deshoja, pétalo a pétalo, la flor de un
reino ajeno. Sevilla, la dorada, la perezosa, la antigua, yacía extendida ante
mí como un animal herido, con sus torres aún en pie y sus calles impregnadas de
una nostalgia ardiente.
Desmonté con la lentitud de quien entiende que
la historia no necesita prisa. La arena crujió bajo mis botas. A mi derecha,
una fuente lanzaba al aire su última letanía, una cinta de agua deslizando la
lengua de los vencidos sobre el mármol polvoriento. No sé por qué, pero me vino
a la mente un recuerdo de infancia: la sensación húmeda de la lluvia sobre los
aleros de Burgos, el aroma a lana empapada, las botas pesadas chapoteando en el
barro. ¿Había pensado entonces, niño aún, en la idea de poseer un reino?
Un anciano me observaba desde la penumbra de un
arco. Su túnica, limpia y sencilla, se movía apenas con la brisa. En su rostro
se dibujaba una ecuación que ya había visto antes: miedo y orgullo, en una
proporción exacta. No parecía temerme como se teme a la espada de un soldado,
sino como se teme a la corriente de un río que todo lo arrastra.
—Señor, —su voz era una piedra arrojada a un
pozo—, ¿qué haréis con Sevilla?
Miré a mi alrededor, dejando que mis ojos
resbalaran sobre las columnas esbeltas, los azulejos cubiertos de polvo, los
jardines sumidos en una melancolía vegetal. Mi respuesta llegó con el tono de
quien se contesta a sí mismo más que al otro.
—Nada —murmuré—, salvo dejar que siga siendo
hermosa.
En algún lugar, oculto entre la maraña de arcos
y sombras, un ruiseñor cantó.
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