GLOSA DE AMOR
Fui yo el que propuso realizar un viaje con la intención
de salvar
nuestro convulso matrimonio: “¿Qué te parece visitar los
lugares
que forjaron el devenir de la lengua castellana, que nos
une a todos
más allá de nuestras diferencias? A fin de cuentas, tú
siempre has
demostrado mucho palabrerío”, rematé con algo de sorna.
También
ella demostró mucha guasa: “De acuerdo, pero empezamos
por
Alcalá de Henares, cuna de Cervantes, mi querido Sancho.
Lo digo
por tu panza”, atacó ella. Llegamos a Alcalá de Henares.
Tratando de
ser gracioso le recordé que un día ella fue mi amada
Dulcinea. “Pues
con lo que roncas por las noches tú me recuerdas más a
Rocinante”,
me respondió en un alarde de ingenio cruel.
En Ávila, quizá bajo la inspiración de Santa Teresa de
Jesús,
mi mujer tuvo un arrebato. “Hagamos el amor en el coche,
como
cuando éramos novios”. En Salamanca, la incipiente pasión
se vino
abajo. Las majestuosas universidades estimulaban el
intelecto, pero
resultaban fatales para la libido.
Ya en el monasterio de Santo Domingo de Silos,
embriagados
por la placidez del claustro y los reflejos de la luz
ambarina
del atardecer, agarré su mano con la ternura de nuestro
pasado amor
juvenil. Ella se dejó llevar y me regaló esa mirada suya
que años atrás
prendió en mi corazón. Llegamos a San Millán de la
Cogolla con las
brasas de nuestro amor. Y allí, emulando a aquel monje
que escribió
las primeras letras en lengua castellana, mis labios
glosaron un “te
quiero” como nota marginal que iluminaría el resto de
nuestra vida.
Miguel Ángel Gayo
Sánchez
SEVILLA
(VIII Antología pág. 53)
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