UN GRITO EN LA HISTORIA
Soldado de los Tercios Viejos, herido, hambriento,
agotado, sucio y tiritando de fiebre, el gaditano Manuel Flores escupe mezclada
con sangre la tierra que se le ha metido en la boca al tirarse de bruces al
suelo ante otra andanada de los cañones flamencos. Un poco delante de él,
también jadeante y aplastado contra el suelo, ve a su alférez Esteban García
buscándose por todas partes los últimos restos de pólvora para recargar la
pistola de chispa a la que tiene derecho como oficial y que se sujeta a la
cintura con una cuerda de atar cerdos. Esteban ha gritado algo de España y del
rey para lanzar a sus hombres al asalto, pero los cañones del enemigo han
gritado más que su voz y todos han acabado, vivos los que pueden, por el suelo.
«¡España y el rey!»... España tan desagradecida y tan lejos… y en cuanto al
rey, es verdad que todos han jurado lealtad a su soberano don Felipe II, pero
Lolo Flores no le ha visto nunca. A su hermanastro sí, a don Juan de Austria le
ha tenido cara a cara hace dos días. Todos firmes mientras el capitán pasaba
revista. Firmes hasta los cojos y tullidos utilizando el mosquetón como muleta,
vista al frente hasta los ciegos con la cabeza vendada con trapos. También dijo
que era por el rey y por España. Por ellos ya son siete meses sin cobrar la
soldada, los mismos que sin recibir paño para remendar los uniformes hechos
jirones que avergonzarían a un mendigo, ni armas y municiones, ni suministros
para comer algo más que raíces y rapiñas de las aldeas y las granjas ya
devastadas antes de alcanzarlas, ni remedios para los heridos, ni refuerzos, ni
capellán para cantar las misas o dar extremaunciones que al menos salven el
alma de los que agonizan por la guerra o el tifus…
Con una herida en el muslo izquierdo que se reabre y
sangra al moverse y con otra, ya de días, que le inmoviliza la mano del mismo
lado y que se amorata y negrea con barruntos de olor a cloaca, Lolo Flores ve
como el alférez al fin ha cebado su pistola. El oficial hace ballesta con los
riñones y las rodillas aún pegado al suelo, mira hacia atrás repasando los
hombres que todavía le quedan vivos y por un momento se sostienen la mirada los
dos soldados. Por eso casi ni necesita oír el grito que lanza Esteban García y
salta con él sin ninguna duda hacia adelante, hacia las trincheras flamencas
que quizá les sirvan esa noche de sepultura: «¡Por España!».
Enrique López Oneto
(IX Antología)
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