BRINDIS DE UNA TARDE DE VERANO
A lo lejos el sol
se hunde en la marisma.
Yo la contemplo
desde los altos cerros
y veo la montaña de
sal oscurecerse.
La vida sabe a poco
en los labios del hombre:
apenas un destello,
un relámpago sordo.
Pero abril es
eterno debajo de la luz
que se derrama,
lenta, sobre las parras verdes
y sobre los olivos
de esta tierra. Los
hombres
vuelven de sus
labores con cestos, a lo lejos,
y las mujeres
llevan delantales manchados.
Caminan sobre el
manto de la tierra
recogiendo las uvas
verdes de la alegría.
España, vieja rueda
de trabajos y años
donde se muele el
tiempo, la dicha y los cantares.
Pero el vino es
liturgia de la tierra
que levanta en su
altar las plegarias del mundo.
Por eso alzo mi
copa,
en las últimas
luces de este día
antes de que las
sombras inunden nuestros ojos.
Brindo por nuestros
cuerpos tumbados en la hierba
de un campo
interminable, por la dicha
de unos ojos que
miran otros ojos
como un espejo puro
de metal y fuego.
Brindo por las
mañanas de San Juan,
por los niños
corriendo por los largos pasillos,
por las luces
nocturnas de la ciudad dormida,
por las dunas
cubiertas de enebrales
con hileras de
hormigas avanzando en sus hojas,
y brindo por las
calles infectadas del puerto.
Brindo por esta
tierra,
patria de las
cigüeñas y los buitres,
por sus montes
brillando bajo la luz de mayo,
por la risa
nerviosa de una muchacha frágil
y por su piel de
almíbar, porque un hombre
que no es nada y
que nada merecía
tuvo la extraña
suerte de la dicha.
Brindo por el
misterio de esta hora
mientras arde a lo
lejos, como un disco de fuego,
toda la luz del
mundo sobre el mar.
Alejandro Martín
Navarro
Licenciado y doctor
en Filosofía
Licenciado en
Antropología Social y Cultural
Profesor de
Secundaria y traductor
DOS HERMANAS (Sevilla)
(IX Antología)
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