DESORIENTADOS
Había acudido al monasterio de Santo Domingo de Silos por
tres motivos, a saber: encontrar la paz interior que tanto necesitaba; conocer
y compartir las vivencias de otra gente, de otros desorientados y, por último,
y no menos importante, reflexionar sobre mi escritura, impregnarme de la
sabiduría que rezumaban los claustros en sombra del monacal recinto.
Ya en mi austera celda recordé los versos de Fray Luis de
León: «¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido…!», y sentí que
me esperaba una semana de sosiego y plenitud, pero en esas sonó el móvil: «Hola
cariño, ¿cómo te va?». Acababa de aposentarme y ya Estela me estaba demandando
la primera novedad. Fue inevitable, entonces, evocar a Santa Teresa de Jesús,
y, aunque yo no deseaba morir, no aún, su glosa resonaba en mi oído: «Vivo sin
vivir en mí…», me repetía, compungido, mientras atendía como podía la llamada
perentoria de mi esposa. Y era ya San Juan de la Cruz con su Cántico Espiritual
quien hablaba por ella: «¿A dónde te escondiste, / Amado, y me dejaste con
gemido? / Como el ciervo huiste, / habiéndome herido; / salí tras ti clamando,
y eras ido…». Y ahí supe que mi intento era baldío, que no debía abrir los e-mail y que debía sumergirme en la vida cotidiana
del monasterio, con sus vigilias, laudes y completas.
Compuse como pude estos versos mirando al ciprés por mi
ventana:
«Vine a
buscar la incierta paz un día
en
torno del silencio que te orilla,
y hoy
vas en mi cartera, con quien amo,
oh,
dédalo fatal, foto amarilla».
Al cabo hice la maleta y me dije que habría de volver al
año siguiente… sin ordenador, sin móvil… Ya en el camino de vuelta no dejé de
oír la voz del místico: «… pasó por estos sotos con presura…». Y me dije que el
hallazgo del lenguaje, el prodigio de la lengua española habría de esperar
hasta el próximo año.
Juan de Molina
(IX Antología)
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