CRÓNICAS DOMINICANAS
Me gustaba que la brisa salada del malecón se mezclara
con el zarpazo gélido del aire acondicionado del taxi. Circulaba por Ciudad Colonial
con la voz grave y lejana de Carlos Cano cantando a Cádiz y al Caribe;
habaneras de salitre, distancias, océanos y mujeres. Un atardecer de fuego daba
un tono violáceo a las olas tranquilas que morían en tierra con cadencia de
metrónomo. Matías se giró con una sonrisa de dientes radiantes y habló:
—¿Tiene más libros para mí, Vicente?
En el salpicadero descansaban los viajes de Colón, un
volumen que había devorado en los resquicios de jornadas agotadoras y las
exigencias de ocho hijos criados en una periferia de ciudad violenta.
—Fuimos los primeros, Vicente. Aquí, en Santo Domingo
empezó todo —informó orgulloso.
Quién lo iba a decir. Dos meses recogiéndome a la salida
del trabajo en aquella televisión entre la avenida Kennedy y Los Prados. Cada
semana un nuevo libro sobre el salpicadero: La familia de Pascual Duarte, El
Jarama, Si te dicen que caí… Obras que restaban horas a las cervezas
del colmado y los partidos de béisbol con los amigos. Páginas que a Matías le
sobrecogían, le inquietaban, le sorprendían.
—A mi hijo mayor le
encanta Eduardo Mendoza —añadió—. Qué bueno ese Gurb, ya tú sabes, Vicente.
—Muy divertido, sí. Te
traeré otros, Matías.
Volvió la sonrisa limpia. El coche siguió circulando bajo
el arco de los jacarandas y la orgía de colores de los flamboyanes. Carlos Cano
seguía cantando, algo de un puente invisible que unía dos tierras con un mismo
lenguaje. Matías detuvo el coche en el semáforo y se giró de nuevo:
—Lo que compartimos vale más que el dinero, Vicente
—dijo.
Y muy digno, como un hidalgo resistente, volvió a
arrancar hacia el crepúsculo.
Vicente Ortí
Periodista y director de programas de
televisión
(XI Antología)
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