EL REINO SIN SOL
El rey prudente heredó del emperador todo lo conquistado por tantos, y él y
los suyos sumaron las Filipinas: siempre, en algún dominio de la corona
española, lucía el sol gracias al empeño colectivo. ¿Siempre?
Por su lealtad, don Enrique Cimientos de Incuria se hizo de vastos terrenos
por donde Quijano cabalgaría apuradas leguas. Aconsejado por su esposa, doña
Ava Ricia, retomó la faena de reabrir las cicatrices color café en el útero de
aquellas fincas. Era ella amante del metete y juez Malpartida, sabedor de la
plata líquida que pringaba los surcos varicosos en el inframundo del ducado.
La muerte iba con todo el que se aventuraba en la oscura Nueva Potosí, de
modo que, sin obreros voluntarios, el magistrado sentenciaba a los reos
concluyendo que, para evitar el despeño de muchos españoles, en un alarde
solidario, les otorgaba el privilegio de horadar las entrañas del mundo por
Dios creado. Punto en boca.
Muchas víctimas se encomendaban a la Virgen de las Minas como único método
de protección. Mientras hogares encendidos calentaban arriba, abajo, los
forzados a muerte civil habitaban el frío perpetuo. El vapor de mercurio
convertía en fosas comunes las galerías. Eso, los hundimientos, suicidios y
asesinatos no sustraían a doña Ava de acicalarse con polvos de Almadén
sobrantes, cuando el duque alababa la luz del imperio.
Fue el superviviente Vicente Nario, inflamadas las encías, sin dientes y
sin cordura, quien por milagro adivinara que el peor enemigo de España no eran
las pestes, ni los atacantes foráneos, sino los oriundos de la que fuera mayor
nación de la historia. Pero un mal capítulo no es el final de la narración. El
epílogo común y amable está por coronar.
Luisa Fernanda Rodríguez Lara
Dibujante de letras
SEVILLA
(XII Antología)
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