sábado, 19 de octubre de 2019

ANTOLOGÍA 2018: EL REINO SIN SOL





EL REINO SIN SOL

El rey prudente heredó del emperador todo lo conquistado por tantos, y él y los suyos sumaron las Filipinas: siempre, en algún dominio de la corona española, lucía el sol gracias al empeño colectivo. ¿Siempre?

Por su lealtad, don Enrique Cimientos de Incuria se hizo de vastos terrenos por donde Quijano cabalgaría apuradas leguas. Aconsejado por su esposa, doña Ava Ricia, retomó la faena de reabrir las cicatrices color café en el útero de aquellas fincas. Era ella amante del metete y juez Malpartida, sabedor de la plata líquida que pringaba los surcos varicosos en el inframundo del ducado.

La muerte iba con todo el que se aventuraba en la oscura Nueva Potosí, de modo que, sin obreros voluntarios, el magistrado sentenciaba a los reos concluyendo que, para evitar el despeño de muchos españoles, en un alarde solidario, les otorgaba el privilegio de horadar las entrañas del mundo por Dios creado. Punto en boca.

Muchas víctimas se encomendaban a la Virgen de las Minas como único método de protección. Mientras hogares encendidos calentaban arriba, abajo, los forzados a muerte civil habitaban el frío perpetuo. El vapor de mercurio convertía en fosas comunes las galerías. Eso, los hundimientos, suicidios y asesinatos no sustraían a doña Ava de acicalarse con polvos de Almadén sobrantes, cuando el duque alababa la luz del imperio.

Fue el superviviente Vicente Nario, inflamadas las encías, sin dientes y sin cordura, quien por milagro adivinara que el peor enemigo de España no eran las pestes, ni los atacantes foráneos, sino los oriundos de la que fuera mayor nación de la historia. Pero un mal capítulo no es el final de la narración. El epílogo común y amable está por coronar.

Luisa Fernanda Rodríguez Lara
Dibujante de letras
SEVILLA
(XII Antología)



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