LA
AVENTURA DEL ESPAÑOL EN AMÉRICA
Llegué
a América de la boca de los descubridores del Nuevo Mundo. Los pueblos
indígenas tenían sus propias lenguas, por eso al principio, unos y otros se
entendían por lenguaje universal, mediante gestos. Pronto hubo intérpretes por
las dos partes, facilidad para los idiomas hubo en todas las épocas.
Nunca
tuve problemas de relación con las lenguas amerindias y como en América había
fauna y flora peculiar, pues crecí con voces nuevas como «alpaca», «colibrí», «caimán»,
«caoba», «caucho». Necesité palabras para nombrar todo aquello que no existía
en España, como «piña», «cacao», «cigarro», «canoa», «chocolate» y muchas más
que hoy ya están en el diccionario.
Los
daños colaterales de la conquista por un lado, el mestizaje y la creación de
universidades por otro, acabaron con muchas lenguas de los indígenas mientras
yo me extendía por el continente. Pronto fui un mosaico gigante de variedades
dialectales: el español de América. Abracé dos mundos y todas las razas,
mientras España acunaba a las diferentes naciones americanas, que me eligieron
como idioma nacional, con el telón de fondo de las revoluciones. Todos cantamos
la misma canción, con matices diferentes, pero nos entendemos.
Dicen
que soy el único bien precioso heredado de la dominación española, pero no el
único. Ya decía Unamuno que España se dejara de imperialismos lingüísticos y
aceptara que los americanos imprimieran su sello en el idioma. Y así fue a
partir del xix, con el auge de los
criollos se valoró la identidad americana y cada país puso sus reglas. Igual de
correcto es el español de Borges o Vargas Llosa que el de García Lorca o
Delibes.
Mi
currículum es excelente. Soy la lengua románica de mayor proyección y la
segunda más hablada del mundo. Y con un futuro ideal para «facer España».
Marian Oller Veloso
Licenciada en Derecho
(XIV Antología)
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