UNA LECCIÓN DE AMOR
(A Francisco de Vitoria)
El
fraile atravesó el convento de San Esteban de punta a punta, escondido en su
traje talar, las manos unidas e invisibles recogidas bajo las bocamangas. Era
un hombre de mirada joven, espigado, la tonsura bien hecha, que se movía con
agilidad y enhiesta figura. Su fama se había extendido hasta el Nuevo Mundo a
pesar de no haber estado allí. Le agradaba que levantase expectación la lectura
de sus relecciones, no por querer destacar entre sus escuchantes, antes bien
por infundir sana inquietud en quienes le oían. En el aula magna se apiñaban
tanto discípulos como profesores. Entre los primeros, unos imberbes Domingo de
Soto, Melchor Cano y Domingo Báñez. Toscos bancos corridos de madera de roble
constituían el mobiliario.
Al
dominico le movía una razón de amor. Él pensaba que muchas veces no llegamos a
comprender la grandiosidad que se encierra en un acto de sencillez porque
buscamos lo grande en lo complicado. La relección anual versó sobre la defensa
de los derechos humanos de los indios americanos porque lo que de verdad
importa son las personas, la lealtad, los afectos. Su sonrisa iluminada de paz
y su inclinación a la humildad desarmaron al auditorio. Las bases del derecho
internacional estaban puestas gracias al derecho de gentes.
Esa
noche de monacal ternura uno de sus alumnos pasó a limpio la lección magistral
del teólogo y acotó en su epílogo: «Hoy en la oración, un frailecico ha hecho
escuela en estas orillas del Tormes. Pensando sobre esto y mirando a su
alrededor, no pudo por menos de cerrar los ojos, y olvidando sus propios
sentires y propios pesares, elevó la vista al cielo y oyó claramente a su alma:
“Hermano, hermano. Ama a tu hermano y a Cristo. Lo demás… ¿qué más te da?”».
Luis
Miguel Carreras Jiménez
(XVI Antología)
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