LADRONES EN
EL TIEMPO
Cuántas maldiciones comienzan así, pero somos muchos los «hijos de». No lo
sabía hasta que se me dio por hurgar sobre mi apellido. Descubrí que soy hija
de Gonzalo, supe también que es un apellido visigodo, que ellos habían llegado
como invasores a la Iberia.
Mi curiosidad por saber cómo se pudo en el Medioevo ensamblar mundos tan
disímiles, cuando la lengua castellana balbuceaba temerosa, me impulsó a
atravesar mares. Me gasté mis ahorros merodeando por España y en León obtuve la
respuesta. La encontré en la tumba del doctor de la Iglesia san Isidoro, que
descansa en la basílica de León.
Entendí que las piedras custodiaban los pilares de la fe católica, el saber
griego, la ley y lengua latina, la imaginación árabe y el fervor cristiano de
los visigodos. Allí ante mí, yacía el erudito que encendió fuegos, enhebró los
fragmentos de aquel tiempo. Me arrodillé ante la certeza de saber que el hombre
puede unir todo lo que se proponga, la liturgia en la España medieval y la
sabiduría antigua y la moderna de entonces, compilar todo lo que importaba en
su tiempo, ser bisagra entre mundos diversos. Un hombre de Dios que atrajo a la
Europa opaca la luz de la filosofía griega, sin desmerecer la fuerza nueva, un
obispo pródigo en saberes y también generoso con los más necesitados, alguien
lejano a la soberbia de los sabios, meditativo, austero y culto, que supo
resolver diferencias con serenidad, apertura y profunda fe cristiana.
Algunos creen que me obsesioné porque paso el tiempo buscando información
sobre este personaje. Es que eso de ser «hija de» pesa en mí, el idioma me dice
que los rastros que se dejan pueden atravesar la historia, los años, los
continentes y llegar a recónditos lugares de América donde nos nombran con
sufijos «-ez», como a aquellos visigodos que san Isidoro abrazó.
Vive la escritura como una pulsión, una necesidad de resucitar historias de mujeres y hombres que la inclemencia del tiempo pretende silenciar
(XVII Antología)
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