LA LUZ BLANCA
Todavía no sé por qué eligió la noche para darles la
noticia. Con el cielo oscurecido, todo suena más grave, nada parece tener
solución. El padre apagó la televisión y les dijo a sus hijos que tenía que
contarles algo. Ya habían terminado de cenar: sobre la mesa, los restos del
banquete, como las ruinas de un paisaje. Con una voz que solo había usado un
par de veces en su vida, les anunció que se volvían. A Paraguay. Llevaban
catorce años en España. «Catorce años y tres meses», rectificó la mujer. Aquí
había nacido su segunda hija, de la que no sé si puedo dar el nombre, y aquí se
había criado también el primero, que llegó con cuatro años. Llamaron a mi casa
poco antes de acostarme: eran las doce menos diez. Se les notaba la urgencia en
cómo habían tocado el timbre. Los niños lloraban y decían que no querían irse
«por nada del mundo». Su país era este, sus amigos estaban aquí, los colores
que reconocían estaban en estos cielos altos, en esta luz blanca. Nada hablaron
esa noche de que no podían pagar la hipoteca o de que el padre llevaba casi
tres años sin un trabajo. Al día siguiente, los vi poner carteles en los
parques de la zona para vender algunas de sus pertenencias. Una lavadora,
colchones y un juego de sartenes. Los niños, al cruzármelos por las escaleras,
decían que querían quedarse, y volvían a llorar. «Todo saldrá bien». Se
despidieron un miércoles ya de noche. Prometimos vernos, escribirnos y mantener
el contacto. Aquel día ninguno lloramos. La puerta del piso de enfrente sigue
cerrada, en silencio. Volvieron a su país como una nueva generación: la de esos
jóvenes que son de aquí y de allá, que guardan lo mejor de cada orilla, que han
visto, y han sufrido, el ancho mar que nos separa, pero sé que están felices,
bajo aquellos cielos altos, bajo aquella luz también blanca.
Daniel Blanco
Periodista
SEVILLA
(IX Antología)
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