Se haga donde se
haga, poner un ladrillo sobre otro siempre es igual. En lo frondoso de la selva
peruana, las manos ajadas de un hombre mayor tratan de construir una casa. A
exactamente 9 023 kilómetros de distancia, en lo insondable de la Mancha
castellana, otro hombre de similar edad intenta hacer lo mismo, eso, una casa.
Ellos no lo saben, pero es como si se estuvieran imitando el uno al otro. Si se
enfrentaran sus imágenes en una hipotética pantalla partida en dos, el
espectador se sorprendería ante tanta coincidencia. ¿Cómo, que no son la misma
persona? Agarran un ladrillo sin sopesarlo, casi de manera autómata, y lo ponen
sobre otro, ungiéndoles una plasta de cemento entre medias. Ya está, donde
antes no había nada ahora tenemos casi un muro completo, piensan cada uno
mientras hacen sus respectivas pausas. Y no es que sean filósofos ni nada por
el estilo, son hombres sencillos estos obreros de la cotidianidad, pero tampoco
carecen de entendederas.
Saben lo que están
haciendo y entienden su significado. Hacen algo importante, con sus manos y sus
fuerzas. Se secan el sudor con idéntico gesto, beben un trago de agua que está
a la misma temperatura, y se saben satisfechos con la tarea que están
realizando.
Donde antes no
había nada, pronto tendrán una casa. Y quizá, entonces, puedan compartir su
felicidad sin saberlo. Porque
son iguales.
Ángel García Catalá
Periodista
(X Antología)
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