MAÑANA
Nunca
me importó el olvido o la miseria, ni la buena fortuna, cuando le fui fiel a
mis palabras. Y ahí estaba yo, errando entre laberintos de folios en blanco,
haciendo de los segundos horas y de las horas días. Vivía como los que mueren
por amor, encadenado a un apego que se disfrazaba de obsesión por las letras.
Estas me clavaban sus espuelas. No existía sensación igual.
A
veces, a través de la ventana, si el viento era indulgente, me traía olor a mar
y me perdía entre recuerdos de mi Lebrija natal, de cuando nada era urgente,
sonreía por inercia y el mañana nunca llegaba. En ocasiones, mi mujer me
requería: «Antonio», susurraba. Pero no lograba sacarme de mis ausencias.
Pese
a ello, me regalaba su ternura vestida de comprensión y silencios... y miradas
de cariño, aunque yo estuviera de espaldas y no la viera. Confiaba en mí. Sabía
que de Bolonia aún conservaba la fe inquebrantable de creer en lo que haces. Y
de Salamanca, la pasión por el verbo y por hacer grande a mi patria.
Pero
¿cómo aunar distintos pueblos bajo un mismo idioma? Aquella pregunta me rompía
los horarios, esclavizaba mis vigilias, me exigía atención plena. Y me hacía arrugar cientos de hojas, llenas de garabatos,
que nunca llegaban a nada. Estaba bloqueado… hasta que me deslumbró aquel
fulgor, una vislumbre palpitante en forma de idea: establecer las reglas del
juego más grande jamás creado.
Así
nació mi Gramática
castellana. El «escribir como pronunciamos y pronunciar como escribimos»
marcó las pautas... La prosodia y la ortografía cimentaron el camino. Y, aunque
hubo dudas, el tiempo derribó fronteras sin muros, océanos de lenguas. Quién
iba a decirme, años más tarde, que aquel códice se convertiría en el arma más
poderosa de nuestro imperio. El mañana había llegado.
Daniel S. P.
(XVIII Antología)